Heroína sin armadura

Sofia Giusiano
4 min readJan 19, 2020

Cuando me preguntan por mis modelos a seguir o las personas que admiro, en un rincón de mi cerebro se disparan las asociaciones hacia la nena que fui más o menos hasta los cinco años.

En los vídeos que fueron rescatados de esos tiempos, aparezco siendo toda una estrella. Brillante, despabilada, desinhibida, cantando y bailando micrófono en mano, para una audiencia de peluches o familiares embobados. Hoy, aunque de a poco esté volviendo, me aterra la sola idea de agarrar un micrófono y si las luces no están bajas es toda una hazaña verme bailar.

En esas épocas vintage, mi hermana y mis vecinas eran mis secuaces. Me acuerdo que los juegos eran historias y nosotros sus personajes. Demandaban imaginación y ponerse en papel al 100%. No era un problema. En el contexto de esas aventuras, no había necesidad de pensar demasiado, simplemente éramos lo que quisiéramos ser. Tuve también una faceta de amor (u obsesión) total por el color verde. ¿Por qué? Vaya una a saber, pero verde pedía a toda hora y en todo lugar. Durante algo así como un año, no me saqué de encima una pollera larga color verde oscuro y a cuadrillé. De verde me vestía, comía y no tuve problema en rechazar cualquier otro color durante ese período. Parecía saber y ejercer sobre exactamente lo que quería.

No sé qué pasó con tanta espontaneidad, frescura y seguridad. De la primaria en adelante fui otra persona. ¿Una imagen? Anteojos, el pelo atado en dos colitas y vestida con uniforme, llorando escondida debajo de las mesas del colegio si me habían dicho algo que me molestara. Me recuerdo miedosa, insegura. Eso sí, me llevaba bien con todo el mundo, creo que ese nunca fue un problema. Siempre di esa impresión de nena buena. Correcta, educada, dulce, inocente. Nada que criticar, toda entera diseñada para agradar. Estoy bastante segura de que tuvo que ver con la forma que encontré de sobrevivir.

Todos nos hacemos de un método de supervivencia cuando nos toca exponernos al resto de la sociedad. Adoptamos una imagen que sirve de armadura y nos acostumbramos a usarla y pulirla todos los días. La mía fue al principio el estereotipo de “la niña buena”. Más tarde mutó al de “la chica perfecta”. La palabra justa, las notas más altas, la apariencia impecable, la opinión políticamente correcta, la sonrisa permanente.

Tanto se mimetizó mi armadura con mi identidad que con el paso de los años se hicieron indistinguibles. Cuando me di cuenta que todavía tenía puesta la armadura, la sola idea de sacármela me hacía sentir desnuda. Pero no sólo eran ideas mías.

A mí alrededor, todos estaban acostumbrados a la armadura. Cuando empecé a explorar una realidad fuera de sus límites, el rechazo no tardó en llegar. El día en que a la niña buena se le dió por putear como cualquier otro ser humano al golpearse el dedo chiquito del pie con la esquina de la cama: escándalo. Las niñas buenas no putean, nunca pierden la compostura. ¿Qué tal el día en que empezara a preguntarse por su sexualidad? ¿Sexo, pensamientos eróticos, masturbación? Inaceptable. ¿Y si una crisis la tuviera llorando durante días? Habría que secar urgente esas lágrimas. ¿Y cuando tuviera una opinión controversial sobre la legalización del aborto? Tragedia. ¿Y el día en que dudara de su religión? ¡Herejía!

Cada pasito hacia afuera de la armadura, minado con miradas de desaprobación.

Hasta hoy, mi famosa imagen inmaculada sigue compitiendo por estar bajo la luz del reflector. Cuando menos lo espero, ahí está, bloqueando la pupila de quien me importa cuando intento mostrarle lo que siempre estuvo esperando debajo de la hojalata, eso que yo tampoco recordaba que era así. La hice mía durante tanto tiempo, que me pasó como al caballero de la armadura oxidada: se me olvidó que existía y, cuando quise salir, tuve que emprender un largo viaje hacia adentro en vez de simplemente dar un paso hacia afuera.

Durante mucho tiempo pensé que así era yo y así, como mi armadura, tenía que ser. Pasé muchos años esforzándome por cumplir con esos estándares al punto de naturalizarlos. Se volvió la norma pensar más en otros que en mí y lo que yo quería, esconder las emociones poco felices para no espantar al prójimo, atajar y temer al conflicto, priorizar las demás opiniones sobre las mías, y ser niña sonrisas a toda hora. Es fácil estar cerca de alguien que hace todo en su poder para que los demás se sientan cómodos, orgullosos y felices, y sumamente chocante resulta cuando la máquina de la felicidad ajena decide cambiar sus prioridades.

Vayan para donde vayan los cambios, no todos allá afuera están preparados para ver personas salir al mundo sin armadura. Todavía no logro desprenderme de la mía del todo, pero cada vez que la dejé en casa mis relaciones con otros se transformaron. Dejé ir a quienes no lograron quererme más que a mi armadura perfecta, pero dejé entrar a quienes, a cambio de lo mismo, me ayudarían a amigarme con la idea de andar por la vida más liviana, como a los cinco años: cuando no hacían falta aplausos para dar un show, ni pensar dos veces para elegir de qué color vestirse, ni armaduras de hojalata para ser la heroína del cuento.

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Sofia Giusiano

Escribo sobre aprendizajes y causas que me interpelan.